Eran las 8 p.m. en una concurrida avenida. Una pareja va
retrasada para cenar con unos amigos. La dirección es en un
rumbo que no suelen frecuentar, por lo que ella consultó el mapa antes de
salir. Él conduce y ella lo orienta.
En un punto ella le indica que gire en la siguiente calle a la izquierda. Él
argumenta muy seguro que es hacia la derecha. Inicia
la discusión y, casi al instante, ella calla y el decide girar a la derecha. En
pocos minutos, el se da cuenta de que estaba equivocado. Aunque le resultó
difícil, admite que tomó el camino equivocado, al tiempo que inicia el retorno.
Ella, en silencio, le sonríe con camaradería. Una vez
que llegaron a la cita se disculparon por el retraso y la noche transcurrió
grata y amena.
Cuando habían emprendido el camino de regreso, el comenta:
-Tú estabas segura de que tomaba el camino equivocado, ¿Por qué
no insististe para que me fuera por el correcto?
Ella responde: -
Porque íbamos retrasados y el tráfico estaba tan congestionado que los ánimos
estaban calentándose, y si insistía más corría el riesgo de provocar una
agria discusión y habría estropeado la noche... y.... entre
tener razón y ser feliz, prefiero ser feliz. Esta
historia fue contada por una directora empresarial durante una conferencia
sobre la simplicidad en el mundo del trabajo.
Ella utilizó el escenario para ilustrar la cantidad de
energía que gastamos sólo para demostrar que tenemos razón, independientemente
de tenerla o no.
Desde
entonces, me pregunto más a menudo:
No hay comentarios.:
Publicar un comentario